Hoy declaro en voz alta y digo
a la herida de batalla:
“¡Soy soldado de guerra!”,
a la fuerte turbulencia:
“¡Soy piloto de tormenta!”,
a la mirada hiriente:
“¡Soy prudencia decente!”,
y a la cerviz más dura:
“¡Soy de Dios hechura,
y he aquí sus manos
ajustando mi armadura!”.
Decido hoy no acobardarme
ni al enemigo ceder un sólo ápice.
No cederé terreno después de este desierto,
de este largo campamento,
de este silente tormento.
Aquí me aferro a los cuernos del altar
sabiendo bien que en mi debilidad
tendré yo gloria y verdad.
Tendré gozo y mucha paz.
Se irá por siempre la ansiedad.
¡Gracias, Señor!
Debería yo incluir la gratitud como la máxima porción de mi lírica rítmica;
y morir aquí contigo mientras se desborda de agradecimiento mi alma.
¡Que no pare, Jesús, que se desborde como un río!
¡Que corra, que fluya en un continuo:
“gracias”, “gracias”, “gracias”,
“por siempre gracias”.
¿Qué haría yo sin poesía?
Me ahogaría siempre
en tontos sollozos y lamentos.
Me partiría el alma,
de continuo huiría,
en doloroso silencio
y muy lejos de tu pecho.
¡Arriba, poesía!
¡Siempre listos en mis labios,
los invoco hoy, oh, dulces versos!
¡Despierten y no cesen!
¡Canten!
¡No se silencien!
Una hija de Dios los necesita
para sanar hoy una herida:
una herida de batalla
que sana con poesía.