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Te saludo de nuevo, apreciado lector, y te doy las gracias por ser parte de mi reciente aventura textual con mi blog: “Encuentros con el Padre”. Te interesará saber que a lo largo de mi vida he escrito muchas cosas y en este proceso de “desempolvar” cuadernos, textos y recuerdos, me he encontrado con algunos escritos de tipo literario. Es un estilo un poco diferente al que he presentado en mis entradas anteriores, pero igualmente quiero compartirlo contigo.

En esta ocasión, quiero contarte una visión que me regaló el Señor hace algunos días y que he titulado: “El barco de mi vida”. Espero que la disfrutes tanto como yo, cuando el Señor me la regaló.

Dios te bendiga.


Iba yo conduciendo un barco viejo, feo y destartalado. Mis manos reposaban sobre el grande timón de madera y, a pesar de mi comodidad con tan sencilla tarea, me sentía bastante rara.

Creía tener la habilidad suficiente y necesaria para conducir el barco de mi vida, pero estaba realmente equivocada. ¿Por qué muchas cosas dentro de la cabina no funcionaban? Me lo preguntaba una y otra vez mientras el barco avanzaba lentamente hacia adelante sobre las suaves olas del mar, justo después del medio día. Los botones del tablero dañados y arrancados me hacían pensar en antiguos días de gloria; y las viejas palancas de madera -ahora imposibles de mover- me recordaban algunas proezas divertidas del ayer. 

La verdad es que me hubiese gustado no ver tantas secciones rotas y desencajadas en mi barco, pero… nada que hacer. Ese era mi barco: el barco de mi vida.

De repente, el día soleado se convirtió en nubes grises y espesas que parecían ponerse de acuerdo con el mar para agitar las olas y empeorar el panorama. Fue justo el momento en el que vi al Señor Jesús a mi lado derecho, con sus vestiduras blancas y resplandecientes mirándome en silencio: sí, a mí y al oscuro escenario que comenzaba apenas a dibujarse en los cielos y en el mar.

Mi “súper” habilidad para conducir comenzó rápidamente a verse reducida a un temblor de miedos y preguntas. Ya habían pasado un par de años desde que había partido de la isla en la cual vivía (para nunca más volver) y no entendía del todo el porqué de este cambio climático repentino que amenazaba ahora con llevarse mi paz y mi fe.

Las manos de Jesús comenzaron lentamente a ponerse en el timón y a retirar las mías -con tan suave y tierna delicadeza que simplemente no pude pronunciar palabra-. El barco comenzaba a sacudirse con más fuerza y mis manos -antes cedidas a la dulzura de las manos de Jesús-, rápidamente olvidaron la Presencia del Señor y se apresuraron a tomar de nuevo el timón, esta vez con más fuerza: no podía perder el control ahora, justo ahora cuando todo se veía oscurecer y empeorar.

Acto seguido, en un segundo intento, Jesús aproximó sus manos y retiró las mías del timón. Con tan sutil gesto entendí su mensaje: “Hija, retira tus manos de allí. Yo quiero realmente tener el control  pleno de tu vida. Permíteme conducir tu barco”.

Un poco más apercibida ahora y menos renuente a su afecto e intenciones, retiré mis manos y me postré a sus pies prendida de su túnica y llena de miedo. Debo admitir que fue el momento más difícil de la tormenta. El mar supo de inmediato quien estaba conduciendo el barco de mi vida y se decidió a estropearlo todo. Allí postrada me preguntaba a quién le importaría si el barco se hundiera, mientras temblaba de terror y sostenía con fuerza la pierna izquierda del Señor.

El tiempo se detuvo. Fue como entrar en una dimensión desconocida del tiempo… una que aún no ha sido revelada a mi corazón y sería bastante difícil de explicar en este momento con palabras. Digamos que el magno y cortísimo evento pudo haber durado una milésima de años, de muchos años.

Cuando menos lo supe, el cielo comenzó a abrirse como se abren las cortinas de un teatro, generando expectativa frente a lo que se verá. Vi cientos de ángeles bajar y posarse sobre el mar, haciendo venia y camino real al Sublime Conductor de aquel barco viejo, feo y destartalado. De inmediato me incorporé y me puse sobre mis pies. La verdad es que dejó de importarme la tormenta al ver tan hermoso espectáculo con mis ojos espirituales: no quería -y no estaba dispuesta- a perderme nada. Sentí cómo los latidos del miedo fueron desapareciendo poco a poco contagiando a las embravecidas olas del mar. Ahora él (el mar) reflejaba la nueva paz de mi alma y sus olas comenzaron a danzar armoniosamente alrededor de mi barco: los temores se fueron con el viento. Así de simple.

El Señor Jesús retiró su mano izquierda del timón, me abrazó acercándome hacia Él y me ubicó delante de su cuerpo y detrás del timón, el control de mi barco. Esta vez fue diferente: mis manos se posaron sobre las suyas y no tenía que hacer nada. Supe en mi corazón que todo estaría bien porque no era yo quien conducía… el destino al que íbamos me iba a gustar mucho más que aquel lugar del cual habíamos salido. Sí, estaba segura de ello.

Muchas cosas lindas estaban por delante de nosotros. Aproveché todos los segundos, los minutos y los días que duró aquel momento sublime del abrazo de Jesús: un abrazo que logró arrancar todos mis temores y mis dudas, un abrazo que le daba un nuevo sentido a mi travesía y al barco de mi vida, un abrazo realmente mágico -como los que me gustan-.


La visión terminó.

Andrea Suárez Salazar

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