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“(…) y la barca ya estaba bastante lejos de la tierra, zarandeada por las olas, porque el viento le era contrario”.

Mateo 14:24 (NVI)

Desde que publiqué la entrada “El barco de mi vida” el Señor ha traído a mi memoria derrotas, victorias y sueños que se han cumplido. Podría resumir la travesía en mi barco durante estos años como una aventura sencillamente espectacular e insuperable, un viaje hermoso y lleno de historias sobre los mares espirituales. 

Es cierto que he sido zarandeada por las olas y muchos vientos me han sido contrarios. Me he abatido y me he desviado del rumbo hacia sotavento por el efecto de fuertes vientos. Sin embargo, ningún azote a mi barco lo ha logrado hundir, pues he contado con el mejor piloto de barcos del mundo y del universo entero: el mismo Señor Jesucristo… ¡Mi precioso y único Señor Jesucristo!

Para ser honesta contigo -como trato de serlo siempre- me sentí muy confrontada con esa visión que describí en la entrada anterior. He meditado acerca de lo difícil que es para mí soltar el timón de mi barco y cederle voluntariamente el control total de mi vida al Señor Jesús. Personalmente, me gusta “conducir” y a lo largo de mi vida he aprendido a tomar decisiones por mí misma, valerme por mí misma y hacer prácticamente todo sirviéndome de mis propios medios y recursos. Es posible que a ti te acontezca algo parecido… no lo sé. 

Precisamente es por causa de estos pensamientos que decidí salirme un poco de mi calendario personal de “Encuentros con el Padre” para permitirme esta entrada en la cual quiero preguntarte acerca del barco de tu vida.

Ya te compartí hace algunos días acerca de cómo luce el mío: viejo, feo y destartalado. Me hubiese gustado ofrecerte una imagen más linda de mi barco, pero para ser honesta no la tengo y me queda bastante difícil imaginarla.

¿Quién conduce tu barco?

Admitámoslo. Ni tú ni yo somos capitanes ni oficiales de cubierta ni pilotos de barcos. No sabemos nada acerca de la conducción de tan compleja máquina. De esta misma manera pasa con nuestras vidas. Sencillamente no sabemos cómo conducirla, a pesar de la multitud de esfuerzos que hacemos para lograrlo. 

Tampoco sabemos pedir al capitán cómo conviene pilotar (Romanos 8:26) y nuestra carta de navegación es difícil de interpretar por nosotros mismos, por lo cual necesitamos quién nos enseñe (Salmos 32:8). Adicionalmente, la Palabra de Dios nos insta a no hacerlo; es decir, a no interpretar la carta náutica por nosotros mismos ni a confiar en nuestra propia prudencia o intelecto (Proverbios 3:5).

¿Lo estás entendiendo? Es muy en serio que estás completamente incapacitado para conducir tu propio barco (Juan 15:5b) y bien te haría meditar seriamente en lo siguiente: ¿quién te está conduciendo ahora? Permíteme decirte que si tu respuesta es: “Yo mismo”, con plena certeza tendrás problemas. Tal vez resistas un par de olas, pero de seguro no atravesarás las tormentas. 

Dame el beneficio de tu duda ahora, y con el permiso que oficialmente me estás otorgando al leerme, te reto a que invites a Jesús para que conduzca tu barco. No solo vas a ver cómo comienza a danzar entre las aguas, sino que además lo verás caminando en ellas, durmiendo en la proa y acallando las olas cuando más les temes. Invítale ahora y no esperes más: el más hábil capitán está esperando tu señal. 

¿Ya saliste del puerto?

Lo segundo que habrá que evaluar acerca del barco de tu vida es si ya saliste del puerto o estás aún atracado allí esperando. Piensa en algo: un navío embarcado no está cumpliendo el verdadero propósito con el cual fue diseñado. 

No me malinterpretes, por favor: por supuesto que habrá momentos para amarrarse en el muelle con el fin de subir y bajar pasajeros, abastacerse de combustible y hacer las reparaciones pertinentes; pero no debe ser el estado normal constante de tu barco. ¿Me sigues?

Un barco está diseñado esencialmente para flotar sobre las aguas, no para estar siempre abarloado a un muelle o a otras embarcaciones. ¡Cuánto más al tratarse del barco de tu vida! Él debe partir y surcar las aguas para avanzar. Tu relación con el Padre debe estar caracterizada por ser un proceso de avance en los mares de Su Santa Presencia navegando siempre hacia el destino y la dirección a la cual Él mismo quiere llevarte; y esto, sin duda alguna, implica movimiento, implica acción. 

“Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”.

Proverbios 4:18 (RVR 1960)

Si tú tienes las mismas luchas del pasado, deberías preguntarte seriamente delante de Dios qué es lo que te está manteniendo amarrado al puerto, de modo que sea Él quien te muestre lo que te ha impedido cruzar el mar en la dirección del viento de su Santo Espíritu. 

Mi invitación más sincera sería entonces que hables con Dios y le presentes tu corazón de manera abierta. Podrías comenzar por decirle  que quieres estar dispuesto a salir de ese puerto al cual te has acostumbrado para que sea Él quien sople los vientos y te dirija en la dirección que Él quiere.

Voy a dejarte ahora con un último pensamiento: tu vida actual puede verse como la versión moderna del Titanic o tal vez lucir como una chalupa que va río abajo en el Magdalena. En cualquier caso, no olvides nunca que lo que hace verdaderamente importante tu vida no es realmente tu barco, sino en esencia, quien lo conduce. 

“Más bien, alábese en esto el que se alabe: en entenderme y conocerme que yo soy el Señor, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra. Porque estas cosas me agradan, dice el Señor”.

Jeremías 9:24 (RVR 2015)

Dios te bendiga.

Andrea Suárez Salazar

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