(Tiempo estimado: 1 – 2 minutos)
Ya decía yo que tendría que haber cierta relación entre mi gusto por viajar y leer. Hablé con Descartes el otro día y me dijo que viene a ser la misma cosa conversar con aquellos que han vivido en el pasado que viajar. Fue una bonita conversación con su “Discurso del método” que me hizo sonreír; y recordé lo que muy a menudo les digo a mis estudiantes: “Una tarea para la vida que deben hacer como mínimo una vez al año es viajar… viajar a donde sea”.
Otra cosa que me dijo Descartes es que tanto la elocuencia como la poesía eran para él más dones del espíritu que frutos del estudio, y me gustó estar de acuerdo con él mientras charlábamos. Debo decir que fue una conversación amena, aunque a veces tenía que pedirle el favor de repetirme algunos de sus párrafos simples, y a la vez profundos.
Entre páginas y páginas, se asomó de repente entre los rezagos de mis pensamientos un atisbo de duda (y no precisamente la cartesiana). Tenía certeza del gozo que me conferían esos encuentros profundos entre Dios el Padre y yo, y de lo mucho que me gustaban sus besitos de inspiración poética y contemplativa… sin embargo, me pregunté: ¿por qué si la poesía es un don, requiere en mi caso de tanto esfuerzo y estudio?, ¿no debería ser el escribir un acto tan natural como el reír, por ejemplo?
Y con la pregunta quedé sumida en otro pensamiento certero e increíble de parte del Señor: ¡cuán pequeña soy y cuán frágil, comparada con la majestad de las alturas!
¿Mis dones? En extremo reducidos… y no porque aquel que me los da sea mezquino (¡nada más alejado de la verdad que eso!), sino porque una y otra vez, dolorosa y tortuosamente, me encuentro sobre mí misma incapaz, limitada y desconfiada… tan susceptible a equivocarme como cualquiera, como todos.
¡Cuán grande incapacidad y fragilidad adentro vivimos todos aquellos que bajo la sombra de Dios pensamos, somos y existimos! (Cogito ergo sum)
