La noche y el silencio son dos grandes aliados.
La una oscurece, el otro enmudece
necios, vacíos y tontos razonamientos
que acumulados en el día gritan locos por sosiego.
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Sentarse en cama y esperar;
cobijarse y respirar;
meditar y no hablar:
sana dieta espiritual.
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Comer versículos y masticarlos,
procesarlos, asimilarlos,
ingerirlos y no sacarlos.
¡Qué bien alimentada me siento!
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Deliciosa comida nocturna que me permite entender
que no depende de mí la respuesta,
que no poseo yo la fuerza,
que no reside en mí la entereza,
sino en Jesús… ¡Solo en Jesús!
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Que mi jactancia esté solo puesta en mi incapacidad, y
que mi alegría sea ver mi debilidad
¡para que Cristo resplandezca!
Que solo pueda yo confiar en que lo que he comido es todo
bueno, dulce, tierno, apacible, provechoso y agradable; y
que de mí brote todo lo que no tengo cuando no como:
vigor, poder, sabiduría, gozo, potencia y paciencia.
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¿Qué resplandece al final?
¿Cuál es mi recompensa celestial?
Una sonrisa que en el rostro se dibuja
como el fruto dulce del silencio de la noche.
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¡Gracias, Jesús, por permitirme degustar este exquisito alimento de la noche:
el Pan de Vida que eres Tú mismo!
Que mi boca te saboree y
que mi vientre te desee.
Que mi vida se desgaste en ti,
porque ahora sé que no hay mejor comida que Tú.